Desde 2008, estamos viviendo una crisis económica de magnitud incalculable, que sigue sin una perspectiva de solución. Se trata de una crisis gravísima del sistema financiero, generada por la excesiva liberalización de los flujos y aplicaciones del capital, que empezó en los Estados Unidos y se expandió hacia Europa y el mundo. Su repercusión en los países en desarrollo no ha sido menor, aunque cada uno de ellos, de acuerdo con su propia capacidad interna, haya buscado defenderse de la debacle anunciada. Pero hasta el momento, lo que parece es que todos se han lanzado al mar.
La crisis del capitalismo de nuestros días -o su revitalización a partir de esa crisis– se caracteriza por la falencia del actual modelo de desarrollo, que se expresa especialmente por las dificultades energéticas, climáticas y alimentarias por un lado, y por otro, por una profunda tribulación en los sistemas políticos de las llamadas democracias modernas. De hecho, algo podrido se está propagando en las democracias burguesas modernas, que no parece tener una solución rápida y sin dolor.
Los Estados Nacionales se han vuelto incapaces de mediar los distintos intereses de la sociedad y han sido desbancados por laactuación de los grandes conglomerados económicos. Dichos conglomerados tienen suficiente fuerza para imponer procesos políticos y económicos a su antojo. El resultado es la privatización de los bienes públicos, la reducción del papel del Estado y soluciones como los programas de Alianza Público-Privada (APPs).
La privatización de los Estados y de las instituciones multilaterales es un hecho real1. Lo que vemos hoy es la era del poder total de las corporaciones sobre los gobiernos locales, nacionales e internacionales. Estas corporaciones definen prioridades, dictan reglas y tienen fuerte influencia en las agendas político-económicas del mundo. Todo lo que se interpone en su camino es solapado: las políticas de cumplimiento de los acuerdos sobre derechos humanos, de combate a las desigualdades y promoción de la justicia social son rápidamente confrontadas y sacadas del camino, sin miedo y sin pena.
En estos días, es un hecho corriente y ‘natural’ que las corporaciones participen en negociaciones de las Naciones Unidas, por ejemplo, asesorando el Secretario General y tengan presencia activa en los Acuerdos Internacionales. Esto se ha concretizado a partir de 2007 con la creación del Global Compact2. Mientras tanto, el fenómeno opuesto ocurre con las representaciones de los países, que han perdido su capacidad y poder de decisión. No es casualidad que la era Trump está dando los primeros pasos y planteando recortar la financiación para instituciones multilaterales como la ONU.
En el campo político, los procesos democráticos han sido socavados por la lógica economicista, que ha causado desempleo, sucesivas pérdidas de derechos conquistados tras décadas de luchas, y migraciones forzadas debido a la crisis climática y a guerras, entre otras realidades. Los países que han probado la socialdemocracia después de una violenta Segunda Guerra Mundial, y que han inspirado fuertemente la democratización y la incorporación de los derechos humanos en gran parte de los países en desarrollo, empezaron en años recientes a recortar derechos sociales, implementan políticas de austeridad, cierran fronteras e impulsan formas generalizadas de discriminación.
En este escenario, representantes de la élite conservadora han asumido los gobiernos por medios cuestionables desde el punto de vista democrático: este es el caso del Brexit en el Reino Unido; de la llegada de Trump a la presidencia de los EUA; de radicalismos religiosos en países como Turquía; de los gobiernos conservadores
liberales en Europa; y de sucesivos golpes de Estado en Latinoamérica, concretamente en Paraguay, Honduras y Brasil. En este artículo nos concentraremos en reconstruir cómo se configura el escenario actual y cómo incide para el caso de Brasil en el cumplimiento de la agenda amplia de los ODS.
EL CAMINO HACIA LA AGENDA 2030
¿En este contexto, cuál es el rol de los acuerdos internacionales recientemente firmados, como el acuerdo de la conferencia Río+20, el Acuerdo de Paris sobre el Cambio Climático y la Agenda 2030, que juntos forman el marco internacional posible en vista de la desigual correlación de fuerzas de los hechos arriba citados?
Empezando con la Eco-92, una serie de Conferencias Globales han sido realizadas con el objetivo de profundizar y comprometer los países y sus pueblos con un nuevo marco de derechos y una nueva lógica sobre el sentido del desarrollo. Por eso, la palabra desarrollo ha dialogado con prácticamente todos los temas de las Cumbres promovidas por la ONU. En ese período, la ONU tenía todavía la confianza política global, lo que permitió la convocatoria, con legitimidad, de varios encuentros internacionales de alto nivel después de la conferencia Río 92 basándose en el marco de los derechos humanos como punto de partida para sus enfoques. Nos referimos a esta fase como el Ciclo Social de las Naciones Unidas.
Había un ambiente político favorable – a condición de que no llegase a la mesa el debate sobre quién debería pagar por la transición del modelo de desarrollo. Por cierto, este es uno de los temas que han bloqueado todas las negociaciones, restructurado las instituciones y redefinido los actores que deciden
en las instancias internacionales. Han permanecido las mismas instituciones, pero el poder se ha trasladado a otras partes.
En el año 2000, con la presentación de los Objetivos del Milenio (ODMs) y después del inicio de un nuevo ciclo de revisión de las conferencias, las señales de la “fatiga” del sistema han quedado claras. La crisis financiera del sistema de gobernanza tradicional ha contribuido para debilitar aún más este sistema. Desde entonces, el sistema ONU y los Estados nacionales en él representados paulatinamente vienen perdiendo fuerza y vigor. Por esta razón, los acuerdos y tratados han permanecido más en el campo del discurso, y pocos de ellos han sido efectivamente implementados. Esta llamada “fatiga de las Cumbres” ha puesto en riesgo todo un proceso y ha tenido consecuencias para la presentación de los Objetivos del Milenio en el año 2000. Desde entonces, hemos enfrentado otras crisis económicas de todos los tipos, empezando con la crisis del Sudeste Asiático, pasando por las economías en transición Latinoamericanas (México, Brasil, Argentina) y más recientemente, con la crisis de los países desarrollados. Los movimientos sociales y varios analistas de la sociedad civil, entre ellos la red Social Watch, alertaban desde el inicio de estas conferencias sobre la urgencia de una nueva arquitectura financiera internacional, una nueva gobernanza y más responsabilidad social por las instituciones de Bretton Woods y por la Organización Mundial del Comercio (OMC). Alertaban sobre la necesidad de una evaluación de los impactos sociales y ambientales de la liberalización de las inversiones en todos los lugares del planeta, y que es crucial buscar nuevos modelos de desarrollo basados en la sostenibilidad, en un cambio de la visión económica neoliberal y el enfrentamiento de las cuestiones socioambientales y alimentarias de la población mundial.
Temas como pobreza, desigualdades, deuda externa, ayuda oficial al desarrollo (AOD), nueva arquitectura financiera, desarrollo sostenible y nueva gobernabilidad – siempre presentes en el discurso de los movimientos sociales y organizaciones de la sociedad civil – no han tenido una repercusión efectiva, tampoco la ONU ha tenido la fuerza política necesaria para revertir decisiones económicas y financieras en el ámbito internacional. Reunidos en el G8 y en el Foro Económico Global, los países más ricos del mundo han definido políticas públicas globales, que luego han sido elaboradas e implementadas por las instituciones financieras internacionales y
la OMC. Cuando la crisis llegó con fuerza a los países del G8, el sistema de gobernanza ha sufrido modificaciones y los países en desarrollo fueron llamados a participar del selecto grupo del G20. Esta es una entre muchas de las nuevas configuraciones que se han formado en el mundo desde la crisis financiera
internacional de 2008. Sin embargo, ninguna de esas configuraciones trata del fortalecimiento del sistema multilateral capitaneado por la ONU. Se trata de un movimiento que definitivamente tiene una gobernanza nueva, donde nuevos actores participan del ejercicio del poder.
Pero para asegurar la hegemonía de este proceso de privatización del sistema multilateral y de los Estados Nacionales, ha sido necesario también modificar el marco regulatorio de los derechos constituidos. En este contexto, el Global Compact3 ha surgido para asesorar la ONU, no solamente durante los mandatos de Kofi Annan y Ban Ki Moon, pero también junto al actual Secretario General de la ONU, el portugués Antonio Guterres. Por lo tanto se toma la agenda ambiental reasumida en
la Conferencia Río+20, el debate sobre el mundo post-2015 y se defiende que las nuevas tecnologías y formas de financiación son la solución para los problemas globales de combate a la pobreza y crisis climática, junto con nuevos modelos de gobernanza política y económica en las llamadas alianzas público-privadas (APPs).
El informe del Foro Económico Global escrito antes de la Rio+20 afirma que el sistema de gobernanza del futuro será mejor administrado por coaliciones de corporaciones multilaterales, Estados Nacionales (incluyendo a la ONU) y un selecto grupo de organizaciones no gubernamentales. Esta viene siendo la directiva
actual.
En 2011, según datos del Banco Mundial y de la revista Fortune, tres megacorporaciones (Royal Dutch Shell, Exxon Móbil y Walmart) tenían más poder político y económico que 110 de las 175 mayores economías globales –lo que significa más de la mitad de los miembros de la ONU4. Esta situación produce un increíble desequilibrio en el sistema de poder global y revela el poder inequívoco de estas corporaciones en el mundo y en los espacios políticos de decisión.
En este contexto, uno de los principales desafíos que permea la construcción de la Agenda 2030 está relacionado con el debilitamiento del poder público, ya sea nacionalmente, o en el marco del multilateralismo. Una de las expresiones de este debilitamiento está en las propuestas de alianzas público-privadas
(APPs). Estas propuestas traen consigo una visión estrecha del crecimiento económico y soluciones basadas en el mercado para el tema del desarrollo sostenible, con el efecto de despolitizar las causas de la pobreza, de la desigualdad, del desequilibrio material y de la crisis climática.
Partiendo del reconocimiento de que la agenda global está mayoritariamente capturada por los conglomerados privados, es sin embargo importante subrayar que esta agenda sigue siendo crucial para el intento de buscar soluciones para la grave crisis civilizatoria y ambiental que estamos presenciando. Se debe reconocer que los ODS representan un avance en términos del compromiso de los Estados Miembros con la implementación de políticas amplias, sin las cuales los países no lograrán cumplir con los objetivos establecidos.
En el actual contexto político y económico, ¿tendrá Brasil las condiciones de cumplir con los compromisos asumidos en la Agenda 2030?
REFLEXIONES SOBRE EL CASO DE BRASIL
Después de 27 años sin golpes políticos, Brasil ha experimentado un nuevo rompimiento con la democracia. Según José Antônio Moroni, filósofo y miembro del Colegiado de Gestión del Instituto de Estudios Socioeconómicos (INESC)5 , el proceso político ha articulado instituciones del Estado, partidos políticos, los medios de masa, iglesias, sectores empresariales y los llamados “movimientos de calle” para forjar la destitución de la presidenta Dilma Rousseff sin las bases legales necesarias.
Como parte del acuerdo político que ha conducido a la ruptura democrática, se ha impuesto en Brasil una agenda ultra-neoliberal que viola derechos y destruye políticas sociales duramente conquistadas. Los nuevos mandatarios del Poder Ejecutivo, juntamente con su fuerte base en el Congreso Nacional, construida con prácticas corruptas y con la manipulación de representantes políticos y miembros del Poder Judicial, han rápidamente implementado desde entonces una desconstrucción del ya débil Estado Democrático de Derecho iniciado con el fin de la dictadura militar en el país (1964-1985).
El primer “paquete” entregado a la élite económica y financiera, que ha mantenido el golpe, fue la aprobación de la llamada “PEC del techo”, es decir, la Enmienda Constitucional 95, que congela en términos reales los gastos primarios por 20 años.
Varios analistas políticos y económicos, movimientos sociales, ONGs y activistas han sido unánimes en su evaluación del profundo retroceso de derechos resultante de la aprobación de la Enmienda Constitucional 95. Las reacciones populares contra la medida también han sido notables y expresivas, pero fueron flagrantemente ignoradas por los medios de comunicación masivos y sofocadas por la represión policial.
Este ciclo de reformas neoliberales está avanzando rápidamente. El deterioro de las condiciones de trabajo y la reducción de los costos laborales como medidas para retomar la acumulación del capital han sido aseguradas por la votación acelerada de un Proyecto de Ley que autoriza la tercerización para todos los sectores y categorías, lo que representa una profunda pérdida de garantías laborales.
La próxima reforma de la agenda neoliberal será la reforma de la Seguridad Social, que se ha convertido en una pieza clave en la estrategia de encoger el papel del Estado y deconstruir los derechos en Brasil. A estas se suman otras reformas que están en marcha en el área socioambiental: la flexibilización de las licencias ambientales, la revisión de la política de reconocimiento de tierras indígenas para evitar nuevas demarcaciones, la deconstrucción de la política de áreas protegidas, la
flexibilización y el impulso al acceso a los recursos minerales, y la ampliación del derecho de adquisición de tierras por extranjeros, entre otras. Todas estas reformas profesan la misma lógica: ampliar los espacios de acumulación a través del acceso y de la apropiación de los recursos naturales del país.
Las privatizaciones y el avance sin restricciones de las Alianzas Público-Privadas constituyen el tercer elemento esencial de las medidas de austeridad en el país. Para avanzar en este camino, el gobierno Temer ha instituido el Programa de Alianzas de Inversión (PPI en la sigla brasileña), por la Medida Provisoria 727/2016 (la segunda medida publicada por su gobierno, antes de la conclusión del proceso de ‘impeachment’).
Los efectos combinados y potenciados de estas reformas, recortes presupuestarios y procesos de privatización operan a partir de una lógica clara: por un lado, buscan reducir al mínimo el papel del Estado, ya sea como garante de derechos o regulador del capital. Por otro, intentan reducir al máximo los costos y aumentar las oportunidades para que el capital pueda retomar su trayectoria de acumulación en el país.
En este escenario, las políticas públicas universales de bienestar social duramente conquistadas con la Constitución de 1988, como educación y seguridad social, siguen siendo desestructuradas no sólo para reducir gastos sociales, sino también para abrir nuevas oportunidades de negocios de modo que grupos económicos puedan apropiarse de los considerables mercados de salud y educación.
Paralelamente, en nombre del ajuste fiscal, las pocas políticas públicas que buscaban romper con las históricas desigualdades de Brasil y combatir la vergonzosa situación de pobreza en el país siguen siendo suprimidas, eliminadas o empeoradas. Así, los procesos en curso de cumplimiento de derechos han sido rotos mientras se empieza el desmantelamiento de las instituciones y políticas públicas que buscan reconocer derechos de poblaciones históricamente rechazadas e invisibles.
Es en este complejo escenario, que parece tener todavía un largo proceso de consecuencias y resistencias, que se inicia el proceso de implantación de los ODS en Brasil.
Bajo este contexto, frente a la deconstrucción del ya débil Estado de Bienestar Social brasileño y la falta de un presupuesto para financiar su realización adecuadamente, es muy probable que Brasil no sea capaz de implementar adecuadamente los ODS.
Las actuales posiciones adoptadas por Brasil en eventos de la ONU lo demuestran: 1) Brasil ha votado en contra de la elaboración del informe sobre los efectos de las políticas de austeridad sobre los derechos humanos durante la reunión de la Comisión de Derechos Humanos en marzo de 2017; y 2) Brasil no ha apoyado el texto con sugerencias de medidas de justicia fiscal para la concretización de los derechos de las mujeres durante el 61° periodo de sesiones de la Comisión de la Condición
de la Mujer en marzo de 2017.
Estamos asistiendo a un gobierno brasileño impuesto y sin legimitidad, que promueve acciones y sistemas bajo el nombre de los ODS en respuesta a los compromisos internacionales del país, mientras, por otro lado, sigue bloqueando el cumplimiento de estos mismos compromisos con sus opciones políticas y económicas. Estamos frente a tiempos oscuros en el presente y futuro: en Brasil, en la región y en todo lugar. En este contexto, los ODS son todavía una referencia mínima con un arduo camino a recorrer.
NOTAS
1 Adams, Barbara y Jens Martens. “Fit for whose purpose? Private funding and corporate influence in the United Nations. Global Policy Forum (GPF). Germany/
USA, 2015
2 Ibid. p. 38, tabla 9.
3 Disponible en: http://unglobalcompact.org/Languages/portuguese
4 Pingeot, Lou. Corporate influence in the Post-2015 process. January, 2014.
5 Entrevista concedida a Le Monde Diplomatique. Disponible en: http://www.inesc.org.br/noticias/noticias-gerais/2017/abril/a-desconstituicao-eticamoral-cultural-e-institucional-do-estado
Este artículo está publicado en el DAWN Informa Junio 2018. Es un resumen y adaptación del artículo publicado por Social Watch “¿Utopía o Distopía? Los Objetivos de Desarrollo Sostenible en Brasil y en el mundo”. Disponible en: http://www.socialwatch.org/es/node/17810