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Lecturas feministas de la economía y la autogestión

La economía feminista permite no sólo comprender la interrelación de las desigualdades mostrando cómo el sistema económico se sostiene gracias a la explotación del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado que realizan las mujeres. Sus planteos también enriquecen las experiencias autogestionadas y la construcción de alternativas a un sistema excluyente.

La Economía Feminista (EF) puede definirse como una corriente de pensamiento dentro del campo de la economía heterodoxa y, en este sentido, como un programa académico. Pero también, como todo feminismo, es un programa político. Entonces, ¿en qué sentido los aportes de la EF nos permiten pensar el mundo actual e imaginar (y construir) otro posible donde las cooperativas y unidades productivas autogestionadas construyan la economía de los/as trabajadores/as?

La Economía Feminista retoma, actualiza y profundiza los debates históricos de los feminismos. Su novedad es introducir esta mirada en el campo específico de la economía, la ciencia social a la cual el feminismo llegó más tarde. Los temas que aborda la EF pueden rastrearse en la historia y encontrarse tan atrás en el tiempo como en el siglo XIX. En esta época ya comenzaban a aparecer, alineadas con resistencias emancipatorias de las mujeres (en particular asociadas a los movimientos sufragistas), preocupaciones por la desigualdad económica entre varones y mujeres, cuya principal manifestación era la diferencia en la remuneración salarial.

También puede reconocerse un antecedente analítico sustantivo en el diálogo entre feminismo, marxismo y la reproducción social. En los ’70 se pone en cuestión la relación del sistema de producción con la organización social patriarcal y se señala que no hay sólo explotación en la relación entre el capital y el trabajo (mercantil), sino también expoliación del trabajo de las mujeres no remunerado en el ámbito doméstico.

Hacia la década del 90, la EF se reconoce como tal especialmente como reacción a la visión dominante en economía, que se sostiene sobre el andamiaje teórico neoclásico. Así, cuestiona los fundamentos de esta visión, e interpela su (in)capacidad para explicar la realidad y transformarla. En este sentido, la EF discute la existencia de un agente representativo, el homo economicus[1]. Construir una teoría a partir de considerar que existe un agente que pueda representar la universalidad, y con esas características es, desde la mirada de la EF, muy problemático.

La EF también cuestiona el principio de la racionalidad y la noción de preferencias y elección individual, centrales en el andamiaje ortodoxo. En efecto, justamente porque las relaciones económicas se entienden como relaciones sociales atravesadas por las relaciones de género, la EF sostiene que la supuesta racionalidad estaría más bien determinada por los mandatos, estereotipos y prejuicios de género, esto es con un sesgo androcéntrico. Por ejemplo, ¿se puede definir como “racional” la “decisión” de una mujer de destinar una parte importante de su tiempo al trabajo doméstico y de cuidado no remunerado durante los primeros años de vida de sus hijos/as? Si bien esta decisión puede calificarse de razonable en contextos donde no existen servicios públicos de cuidado, de calidad y accesibles, y donde los mercados laborales ofrecen pocas y precarias oportunidades para las mujeres, sumado a que el mandato de la maternidad y madre-cuidadora es persistente, difícilmente pueda apreciarse como una decisión racional en los términos en los que la teoría neoclásica lo establece, como una elección (sin determinantes) entre trabajo y ocio.

Entonces, ¿por qué la EF resulta una mirada útil a las experiencias autogestionadas? En primer lugar, porque propone analizar y pensar la economía en relación a la sostenibilidad de la vida (SV). Esta perspectiva se aleja de las visiones preocupadas por el funcionamiento de los mercados o el crecimiento económico expresado en la evolución del PBI, y en cambio propone que el objetivo central de la economía sea garantizar la provisión necesaria para la sostenibilidad de la vida humana y no humana, a través de procesos económicos que preserven la sobrevivencia del planeta. En segundo lugar, porque se propone producir conocimiento situado que se alimente de la experiencia de vida de las personas, construyendo saberes para la acción y la transformación del sistema en un sentido positivo. En tercer lugar, porque se propone como un campo interdisciplinario diverso, con matices y variedades, una construcción dinámica que aspira más a plantear preguntas y a admitir multiplicidad de respuestas.

La EF hace contribuciones en el amplio rango de los “temas económicos”, desde el nivel micro de análisis, discutiendo los procesos de toma de decisión al interior de los hogares, hasta el nivel macro, desentrañando las dimensiones de género de las políticas económicas. Entender cómo las políticas fiscales, monetarias, comerciales contribuyen o desafían las desigualdades actuales y se afectan e interrelacionan con las relaciones de género, y de manera específica sobre la vida de las mujeres, es una de las contribuciones que la EF realiza.

Eso que llaman amor, nosotras lo llamamos trabajo no pago

Si hay algo que movilizó las consignas y los cuerpos en el último paro internacional del 8M es el planteo acerca de la importancia del trabajo de las mujeres, lesbianas y trans. El trabajo fue puesto en el centro de la escena para decir “nosotras movemos al mundo y ahora lo paramos”. Está claro que el sistema no podría funcionar sin este trabajo de cuidado que todos los días realizan las mujeres en sus hogares y espacios comunitarios.

Uno de los aportes centrales de la EF es la discusión del nudo producción-reproducción porque visibiliza el rol sistémico del trabajo doméstico y de cuidados, que garantiza la reproducción cotidiana de la vida, y por ende, de la propia fuerza de trabajo que el capital necesita para producir bienes y servicios con valor económico. La división sexual del trabajo que caracteriza la distribución de los trabajos productivos y reproductivos está en la base de la persistencia de las desigualdades de género. Parte de la tarea de la EF ha sido analizar la organización social del cuidado, identificando los elementos y dimensiones que alimentan la reproducción de desigualdades.

A pesar de haber progresado en los niveles de actividad en el mercado laboral, las mujeres se encuentran en empleos peor pagados, con menor nivel de protección social y trabajando en promedio menos horas que los varones en trabajos remunerados. Este escenario responde a que la mayor participación de las mujeres en el mercado laboral no se ve compensada con la mayor participación de los varones en las tareas de cuidado ni con servicios públicos que los provean. Esta dinámica limita de manera sustantiva su participación y el acceso a mejores opciones. Un dato crucial que grafica esta dinámica en Argentina es provisto por las encuestas de uso del tiempo: las mujeres se involucran en un 88,9% en las tareas domésticas y de cuidado no remuneradas, mientras que los varones se involucran en un 57,9%[2]. Adicionalmente, las mujeres destinan en promedio 6,4 horas diarias a estas actividades, mientras que los varones dedican casi la mitad, 3,4 horas.

Asimismo, la evidencia empírica demuestra que aunque las mujeres, trans, travestis, lesbianas y otras identidades disidentes, pobres, de clases populares, racializadas y migrantes puedan acceder al mercado laboral formal o informal, tal acceso no implica mejores condiciones de vida. La doble carga de trabajo global nos hace reflexionar una vez más que la organización de la producción cisheteropatriarcal sigue tendiendo una trampa. Es por eso que desde algunas perspectivas nos preguntamos sobre las alternativas al mercado y sobre otras maneras de producir y sostener nuestras vidas. También nos preguntamos, ¿hay brechas más allá del mercado? ¿el acceso al mercado es el lugar para mejorar nuestras condiciones de vida?

Autogestión para la sostenibilidad de la vida

El planteo de la “sostenibilidad de la vida” (SV) como horizonte de sentido y punto de partida de nuestras prácticas habilita posibles articulaciones con experiencias de emancipación popular. De este modo, la construcción de alternativas a los modelos de desarrollo vigentes en América Latina ha trazado diálogos entre la EF, los planteos del buen vivir, el ecosocialismo, el ecofeminismo y las experiencias de autogestión y cooperativismo.

Ahora bien, parafraseando a Rodríguez Enríquez  es importante ver que “las prácticas de las unidades productivas autogestionadas siguen repitiendo los roles estereotipados de género, las prácticas patriarcales, y esto es algo que no debería sorprendernos, porque la economía social se ubica en el mundo real donde estamos las mujeres, los varones y el patriarcado”.

En este sentido, la propuesta parte de considerar –como nos recuerda Cristina Carrasco– las condiciones que garantizan una sustentabilidad productiva y reproductiva desde el planteo de la SV “integrar la reproducción social va más allá́ (…) entendiendo que el trabajo de cuidados con todos los aspectos subjetivos que encierra es la actividad principal necesaria para que la vida continúe en condiciones de humanidad”.

Amaia Pérez Orozco avizora que nuestra movilización debe orientarse hacia una mirada amplia que nos permita comprender cómo se logra sostener la vida en lo cotidiano. Pero ¿cómo entendemos la noción de cuidado en sentido amplio?, ¿qué aprendizajes nos deja la cantera de experiencias  de autogestión de los últimos años?, ¿cuáles han sido las deficiencias que persisten en los programas de apoyo a dichas prácticas?, ¿qué tanto estas experiencias han desafiado la división sexual del trabajo y otras expresiones de las brechas de género?

Rastreamos aprendizajes y durante la última década podemos observar que se diseñaron políticas de empleo y programas de protección social en América Latina enfocados en generar espacios cooperativos para poblaciones consideradas “vulnerables”, como el caso de personas trans y travesti y mujeres que padecen violencia machista. Las políticas diseñadas en Argentina en la etapa 2013-2015, para la puesta en marcha de emprendimientos productivos, entre los cuales se encontraba el Programa “Ellas Hacen”, proponían el trabajo con mujeres “en situación de alta vulnerabilidad social y ocupacional […] para que puedan formar una cooperativa y trabajar para mejorar sus barrios, capacitarse, y terminar sus estudios primarios y/o secundarios”, según los lineamientos del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Estudios sobre estas experiencias, si bien remarcan que el objetivo principal de la política fue generar una (acotada) autonomía económica de las mujeres y en algunos casos trans y travestis, las tareas de cuidados no fueron contempladas aún siendo uno de los principales basamentos de la reproducción de la desigualdad. Sin embargo, en algunos casos, como señalan Fernández Álvarez y Pacífico[3], se generaron iniciativas autogestivas en torno a prácticas de organización colectiva del cuidado desde las mismas participantes del programa. Esta fragilidad en torno a la incipiente perspectiva en materia de cuidados de los programas se vio abatida desde fines de 2015 por el recorte presupuestario dispuesto por gobierno de Macri y porque el programa ha sido totalmente disuelto y sus beneficiarias absorbidas por el Programa “Hacemos Futuro”, que tiene características drásticamente diferentes en términos del abordaje del trabajo desde la “economía social” y de la libertad para generar prácticas autogestivas en torno a la organización del cuidado; asimismo fueron destruidas las redes de asistencia a situaciones de la violencia machista.

La sostenibilidad desde la economía del cuidado

La intención de revisar la idea de sostenibilidad desde la economía del cuidado nos permite ampliar la lente que analiza, estudia y diseña políticas destinadas al sector de unidades productivas autogestionadas. También evidencia los problemas que conlleva invisibilizar las tareas y actividades que se realizan fuera del horario de la jornada laboral y/o fuera del espacio denominado “productivo” (la línea de producción, la cooperativa, el emprendimiento, etc.).

En muchas de estas unidades se ha planteado una tensión entre quienes “producen” y quienes “administran” o “gestionan”. Por ejemplo, se ha generado una sobrecarga en quienes asumían tareas fuera de la jornada laboral. También se ha registrado la falta de reconocimiento por parte de los trabajadores hacia las tareas realizadas por mujeres y consideradas de “poco esfuerzo” como las administrativas o cierto menosprecio sobre las tareas de limpieza, cocina y mantenimiento de la cooperativa. En el caso de las tareas vinculadas al cuidado de niños/as, la exigencia recae exclusivamente sobre las mujeres y ha llevado a combinar estrategias como la de organizar un espacio de cuidados en la fábrica o forzar la combinación de sus horarios en las logísticas cotidianas.

A su vez, las  experiencias revisadas muestran cómo se ha tendido a invisibilizar el rol de las mujeres en los procesos de lucha y sostenimiento de la familia o la comunidad en momentos de crisis de reproducción social. En el caso de las empresas recuperadas en Argentina, fueron las parejas de trabajadores (las “mujeres de”), o las mismas obreras quienes asumieron la gestión de ollas populares en los cortes de ruta y comedores comunitarios durante la ocupación de fábricas. Sin embargo, la memoria de ese momento de lucha no suele reflejar el protagonismo de las que sostuvieron prácticas de reproducción –y cuidado, también emocional y de semblanza– del elenco productivo y sus familias. En este ejemplo se reactualiza el nudo producción-reproducción.

En este sentido, la noción de la SV nos permite ir más allá evitando caer en el estrabismo productivista y considerar la necesaria articulación del mundo de la producción y de la reproducción en las condiciones de sostenibilidad de estas experiencias.

Una mirada integral hacia la organización social del cuidado, que contemple las corresponsabilidades de la totalidad de los/as integrantes, permitirá diseñar estrategias que cuantifiquen (medición de tiempos, jornadas, excedencias), visibilicen tareas (habitualmente no reconocidas), sensibilicen y construyan acuerdos colectivos sobre la necesidad de incorporar prácticas de equilibrio de responsabilidades y tareas que mantienen en pie las cooperativas. Con ello, nos referimos al cuidado en sentido amplio. Una pregunta para comenzar este ensayo podría ser: ¿quién es el sostén emocional del grupo?

El necesario diálogo entre EF y autogestión desafía la visión sobre los cuidados no limitada a personas dependientes –y visibiliza las implicancias de la conciliación y corresponsabilidad para un colectivo de trabajadores/as. Esto implica repensar no sólo las formas de producción y comercialización (insertas en un circuito capitalista), sino también las formas de organización interna, los tiempos de trabajo ‒remunerado y no remunerado‒, la división sexual del trabajo, la construcción de espacios participativos de decisión y referencia política dentro del movimiento cooperativo y de experiencias autogestionadas.

[1] Pérez Orozco (2014) sostiene que el homo economicus es en realidad blanco, burgués, varón, adulto y heterosexual.

[2] Última información a nivel nacional: módulo sobre Trabajo No Remunerado y Uso del Tiempo para el total nacional urbano en el año 2013 de la EPH-INDEC.

[3] Fernández Álvarez, María Inés y Pacífico, Florencia. 2016. “Cuidados, trabajo y formación. Reflexiones a partir de una etnografía sobre programas de ‘inclusión social’ destinados a cooperativas de mujeres”, IV Encuentro Internacional de Investigación de Género, Luján.

Artículo publicado en la revista Autogestión: http://autogestionrevista.com.ar/index.php/2018/06/23/lecturas-feministas-de-la-economia-y-la-autogestion/